Zamora: mujeres en lucha contra la despoblación

©Ana Valiente

La provincia de Zamora corre el riesgo de convertirse en un desierto demográfico. En esta región donde más del 35% de la población vive en pueblos de menos de mil habitantes, encontrar mujeres menores de cuarenta años se ha convertido en un desafío. Estas son algunas de las historias, luchas y sueños de quienes, sin saberlo, han iniciado una revolución silenciosa en una tierra tradicionalmente habitada por hombres.

“No quiero desarrollar mi vida en Zamora. Se te queda pequeño”, responde muy tajante Emma al imaginar cómo sería su vida si nunca abandonase la provincia en la que nació. Tiene veintiún años y es originaria del pueblo zamorano de Villardeciervos, un lugar en el que según el Instituto Nacional de Estadística (INE) viven 418 personas. Pero Emma ya no es una de ellas. Desde hace unos años reside junto a su familia en Zamora capital, adonde se mudaron por motivos laborales. Un cambio que, sin embargo, no tuvo nada de traumático: “No quiero volver al pueblo ni a pasar el verano. Quizá un día o dos y a poder ser con coche” cuenta desde la terraza del Restaurante del Puerto Deportivo de Ricobayo, un pueblo de menos de cien habitantes que en verano atrae a muchos más. Allí trabaja de camarera durante los meses estivales junto a otras compañeras que tampoco alcanzan los veinticinco años. Un hecho que no llamaría la atención de no ser porque Zamora tiene el índice de envejecimiento más alto de España, lo que la convierte en una de las provincias más complicadas a la hora de encontrar jóvenes.

A la provincia de Zamora se la ha comparado recientemente con la llamada “Laponia del Sur”, también conocida como Laponia española, un término con el que se designa coloquialmente a una región compuesta por las provincias de Guadalajara, Soria, Teruel, Cuenca y una parte de Valencia. En ellas el índice de población es menor a ocho habitantes por kilómetro cuadrado, al igual que en Zamora (en La Laponia del norte no alcanzan los dos). Una realidad que, debido al envejecimiento de la población, la escasa inmigración y la marcha de los jóvenes -en mayor medida mujeres- avanza a pasos agigantados provocando un desierto demográfico. Según la ONU, en 2050 dos tercios de la población mundial vivirá en áreas urbanas. Un hecho al que Zamora no parecer ser indiferente.

El coche, tal y como mencionaba Emma, es precisamente una de las palabras más repetidas por estas tierras. El día a día en entornos rurales se antoja muy difícil si no dispones de vehículo propio. Las grandes distancias y la baja densidad de población hacen que sea casi imposible la existencia de un transporte público con el que ir a trabajar, a estudiar o al médico. Por eso, cada fin de semana, tanto Emma como su amiga y compañera Andrea, recorren en el coche de la madre de Emma los veinticinco kilómetros que distan entre la ciudad Zamora, donde viven y estudian, y Ricobayo. Ambas han estudiado un grado formativo de laboratorio. Emma ha continuado sus estudios universitarios de enfermería en Zamora (Universidad de Salamanca), al ser uno de los diez grados que pueden estudiarse en el campus de esta ciudad castellana y leonesa. Sin embargo, no es la tónica habitual entre los jóvenes estudiantes. Una buena parte de sus amigos se ha ido a Madrid o Salamanca. Ambas critican que para seguir estudiando tienes que hacerte a la idea de que antes o después te tocará coger las maletas: “En Zamora no hay trabajo de lo nuestro. De hostelería sí que hay, pero si tienes estudios no puedes aspirar a más”, afirma Andrea. Su pesimismo crece cuando le preguntamos sobre los pueblos: “No tienes opciones para hacer nada. Acabas el colegio y te tienes que ir a otro pueblo. O te vas fuera o te quedas y te mueres de asco, (…) o trabajas en la hostelería o el ganado”, dice Andrea sentada junto a Emma.

“O te vas fuera o te quedas y te mueres del asco”.

Esta complejidad se agrava por el hecho de ser mujeres: “Me sigue sorprendiendo mucho que las personas tengan ese pensamiento retrógrado y machista, sobre todo ahora que el feminismo está tan en auge. Entiendo que antes, mi madre o mis abuelos, solo conocían lo que te contaban, pero ahora con la cantidad de recursos que tienes para informarte, que la gente siga pensando así…. Es por la educación que se sigue recibiendo”, afirma Emma. Desde un punto de vista profesional, las mujeres lo tienen más difícil, ya que muchos trabajos siguen considerándose de hombres. En especial, en estos entornos rurales: “No hay nadie que te diga que no puedes cuidar el ganado, pero si lo haces ya eres diferente y hablan de ti”, afirma Emma.

La percepción de Emma no es una mera apreciación personal. La realidad es que, a diferencia de los entornos urbanos, en la población rural hay un desequilibrio en la balanza demográfica y el peso se decanta con claridad hacia el lado masculino. Si echamos un ojo a la población zamorana que vive en municipios rurales, es decir, todos menos la capital, más Benavente (18.095 personas) y Toro (8.789) vemos que por cada cien hombres hay 94 mujeres, mientras que la media nacional es de 104 mujeres por cada cien hombres. Esa diferencia es aún más sensible entre los jóvenes entre 20 y 29 años, puesto que en los entornos rurales de Zamora, habitan 88 mujeres jóvenes por cada cien hombres jóvenes, según datos del INE de enero de 2017.

Esta no es una particularidad de la provincia zamorana, sino que es un problema mucho más amplio, un rasgo característico de todos los entornos rurales. La profesora de la Universidad de Valladolid Rosario Sampedro ha estudiado en profundidad este fenómeno y, junto a otros autores, en sus investigaciones se refiere a él como “masculinización rural”. Durante muchos años, esta preponderancia masculina se ha explicado a partir de dos generalizaciones: una mayor inclinación de las mujeres por vivir en la ciudad y la predominancia de los trabajos considerados de hombres. De forma paralela, también se achaca la inmigración femenina a una estrategia de las familias rurales. En ella, se formaba a los hijos varones en el cuidado del ganado o las tierras, con vistas a una futura herencia, mientras que a las hijas se les dotaba de una educación que, posiblemente, no pudieran aplicar de manera práctica en el entorno rural.

Aunque existen evidencias de esto último, también las hay de que, precisamente, son las mujeres con menor nivel educativo quienes más dejan atrás el campo en busca de ofertas laborales. En la mayoría de los casos, la mayor parte de políticas para “fijar” a las mujeres al territorio rural pasa por el autoempleo, que monten un negocio, pasen a gestionar el familiar o se incorporen a sectores que tradicionalmente se han asociado al hombre, como la agricultura. “Hay personas a las que les gustaría vivir en un pueblo o seguir viviendo en uno, y no lo hacen por falta de oportunidades laborales, oferta de viviendas, falta de equipamientos educativos y sanitarios…”, cuenta Rosario. A lo que añade: “Supongo que si aceptamos que es bueno que los pueblos no desaparezcan hay que promover políticas muy activas de apoyo al empleo rural – y aquí el tema de Internet en el medio rural es estratégico-.También ser conscientes de que cerrar una escuela o un centro de salud en un pueblo por razones de supuesta eficiencia económica, puede ser muy caro a medio y largo plazo, porque acaba expulsando a la población”, matiza.

Uno de estos avances es la Ley de Titularidad Compartida. Su aprobación en 2011 supuso un hito en la visibilización de las mujeres agricultoras que durante tantos años trabajaron la tierra junto a sus maridos, pero que al final carecían de derechos y retribuciones. La medida facilitaba, por fin, que las mujeres apareciesen como propietarias en las explotaciones. En el momento de su publicación, prometía ser como agua de mayo para el medio rural y una oportunidad única para que el campo dejase de ser un universo masculino. Ocho años después, la realidad ha mostrado que en Castilla no ha llovido a gusto de todos. Las asociaciones de mujeres rurales reclaman dar más pasos en materia de igualdad y hasta el propio Ministro de Agricultura ha reconocido que esta medida no ha sido tan efectiva como se esperaba puesto que en todos estos años, poco más de cuatrocientas explotaciones se han registrado en este régimen, según datos oficiales del propio ministerio.

La otra medida estrella para visibilizar y favorecer la independencia y emprendimiento de las mujeres rurales ha venido de la mano de la conocida como tarifa plana para los autónomos. Durante veinticuatro meses, los nuevos autónomos en municipios de menos de 5.000 habitantes pagarán una cuota de cincuenta euros mensuales y, en el caso de mujeres menores de 34 años, esta medida se amplía durante un año más con una serie de bonificaciones fiscales. ¿Las críticas? Que no tiene carácter retroactivo, que no puedes acceder a ella si ya has estado dado de alta como autónomo en algún otro momento (algo muy habitual en el mundo rural) y que después de esos tres años vuelves a estar sola ante el peligro: “Yo tengo la suerte de que nunca me di de alta como autónoma. Conozco a una chica que hace pollo ecológico y en su día se dio de alta en un bar y ya no lo apoyan económicamente”, cuenta Rocío en relación a la tarifa plana.

¿Te vendrías a cuidar ovejas los 365 días del año?

Rocío espera en la puerta de su nave, a las afueras de Prado, un pueblo de 55 habitantes en el que mires donde mires, las vastas extensiones de terreno siempre sobrepasan a lo que la vista alcanza. Casada y con dos hijos, esta zamorana de 37 años ha dado muchas vueltas hasta que ha decidido hacer de su tierra natal su hogar definitivo. “Para muchos padres, el que sus hijos se queden aquí es una bajeza y es algo que viene inculcado desde la propia familia”, cuenta de forma pausada y sin atisbo de rabia. A pesar de ser sábado, tiene trabajo por hacer, pero no le importa que una entrevista le interrumpa la jornada. Mientras, su padre de 69 años pela ajos en el interior de la nave, su marido atiende una feria agrícola en el norte de España y sus hijos se quedan en casa con la abuela. “Yo no sé por qué el Gobierno no incentiva a que la gente se quede en esto tan abandonado”, cuenta. “Bueno sí”, añade, “creo que lo que quieren es que se convierta en un desierto para hacer macrogranjas”. Una sensación muy habitual entre los habitantes de municipios rurales es que la política vive de espaldas a sus necesidades, centrándose en las grandes ciudades, que al fin y al cabo es donde vive la gran parte del electorado. Para qué esforzarse por los pequeños pueblos si dentro de unos años todos viviremos en unas pocas metrópolis: “El Gobierno dice que todo lo hace por la despoblación. Estoy todo el rato oyendo cosas por la radio, pero ¿qué hacen en realidad? Yo no veo que hagan ningún tipo de movimiento. La gente joven prefiere irse de guardia de seguridad a la ciudad por ochocientos euros que montar algo aquí”, dice.

En este sentido, Rocío rompe con la tendencia. Tras dedicar toda su juventud al baloncesto, con el esfuerzo adicional que suponía el viajar todos los días desde su pueblo hasta Zamora para los entrenamientos, una oportunidad la impulsó a dejar atrás su pueblo. “Cuando salía del Instituto en Villalpando (1.519 personas), viajaba una hora de bus hasta Zamora, hacía los deberes en una academia, entrenaba de ocho a diez y luego un taxi me traía de vuelta porque mi padre no tenía tiempo de ir a recogerme”. Cuando cumplió los dieciocho tuvo la oportunidad de seguir jugando en otros lugares como Cáceres, Ourense y Bilbao. Con los años, decidió mudarse al País Vasco, donde vivía su novio -ahora marido- también originario de Zamora. Allí estuvo unos años trabajando en el área de atención al cliente de una gran compañía eléctrica. Cuando su marido perdió el trabajo, su padre estaba a punto de jubilarse y dejar una explotación agrícola, por lo que pensaron, ¿por qué no volver y retomar su labor en el campo?

Lo hicieron y emprendieron un negocio de agricultura ecológica basada en productos como el ajo o los garbanzos. “Nadie entendía cómo dejas la ciudad y tu puesto de trabajo para venir a cultivar al campo (…)Para ellos es un desprestigio volver, aunque allí estés malviviendo”. ¿La recompensa? “Yo he estado en la ciudad y la libertad que tengo aquí no la tengo allí”, afirma rotunda aunque sin perder la templanza que le caracteriza. La determinación de Rocío por que las cosas cambien en un entorno tradicionalmente dominado por hombres, le ha valido alguna que otra crítica. “Todavía me ven con el tractor y se echan las manos a la cabeza” cuenta entre risas por lo tragicómico de la situación. Ella es una de las solicitantes de la Ley de Titularidad Compartida por la que comparte el 50% de su negocio con su marido. “Aquí las chicas suelen dedicarse a ayuda domiciliaria. Muchos de sus padres tienen ovejas y podrían quedarse con ellas, pero no lo hacen y, por ejemplo, se van a trabajar a una residencia”. En el caso de aquellas jóvenes que quieren dedicarse a otro sector o continuar con sus estudios, la salida es un mero pasaporte en busca de cumplir con sus aspiraciones. “Nosotros estamos construyendo una casa. Ya estamos pensando en hacerla con una habitación en la planta baja porque nuestros hijos se van a ir con dieciocho años. Das por hecho que harán las maletas. Así nos ha pasado a todos”.

“Yo he estado en la ciudad y la libertad que tengo aquí no la tengo allí”.

En sus respuestas se desliza la crítica al conformismo de una tierra que parece haber asumido su destino y ya no tiene fuerzas para luchar por un cambio. “En Francia si deciden que no venden leche, no lo hacen y no dejan pasar la de fuera. Aquí no. La cultura de Tierra de Campos y de Castilla, en general, es decir que hagamos lo que hagamos nos va a dar igual. A nivel político pasa lo mismo y así nos va. Nosotros lo decimos, vamos a manifestaciones, aunque seamos cuatro. Lo haces porque estás concienciado, pero al final piensas que estás dejando de trabajar para un bien común que nadie apoya. Aquí es muy habitual. Los mineros al menos queman cuatro ruedas y salen en la prensa”.

Rocío transmite una normalidad absoluta a la hora de explicar cómo es su vida, cómo es su día a día. Sin artificios, sin exageraciones pero, a la vez, con la certeza de quien ha vivido en el mundo rural y también en el urbano: no todo el mundo sería feliz en un pueblo. “Te tiene que gustar vivir en el campo, porque si no te gusta, aquí te mueres”. Hace una pausa, se muerde los labios y nos mira. “¿Vivirías aquí y te vendrías a cuidar los 365 días del año ovejas?”

Viaje solo de ida

Entre Portugal y España, de norte a sur hay más de mil kilómetros de frontera. Es precisamente su estrechez la que hace que comúnmente se la conozca como La Raya (A raia en gallego y portugués). Más de mil kilómetros de aguas, fauna, flora y costumbres compartidas tras siglos de convivencia entre España y Portugal. Fue precisamente, aquí, en Zamora, en 1143 donde se decidió poner paz entre unos y otros y reconocerse la soberanía portuguesa, a través de la firma del Tratado de Zamora. Hoy, es un dato más. Pero la cercanía con el país vecino hace que esta provincia tenga mucho de portuguesa, y viceversa. En muchas ocasiones, los habitantes de los pueblos colindantes cruzan la frontera para trabajar al otro lado. E incluso a veces lo hacen para que la cobertura de Internet llegue mejor.

La primera vez que Sofi vino a Zamora lo hizo para trabajar en la hostelería durante un verano. Atrás dejaba su Portugal natal en busca de oportunidades que allí no había encontrado. Le gustó tanto que decidió quedarse, alargándolo un poco más al encontrar también a su pareja con quien vive hoy a las afueras de San Vitero, un pueblo de 520 habitantes. Aquí regenta una peluquería instalada en su propia casa. “A mí me gusta esto, la tranquilidad y la paz”, dice Sofi rápido y con un acento luso apenas perceptible. En Portugal estudió administración y negocios, un ámbito que no ha dudado en poner en práctica en su lucha para que otros jóvenes como ella puedan quedarse en pueblo que corre el peligro de desaparecer.

“Intentamos que la gente joven no se marche. Todo el mundo cree que no hay que abrir negocios porque dentro de cinco años no habrá nadie en el pueblo. Esa es la mentalidad de ahora”, cuenta. Sin embargo, Sofi cree que muchos jóvenes cambiarían la ciudad por el campo si les ofrecieran una oportunidad laboral que les brindara estabilidad y calidad de vida. “Se está muriendo la gente de ochenta años, ¿por qué no invertimos en los jóvenes?”. Algunas de las medidas sí han parecido funcionar. “El alcalde hizo la propuesta de traer familias con niños para que el colegio no cerrase, porque si no había cuatro niños se cerraba. Y al final, esa iniciativa ha funcionado”.

En su cabeza bullen miles de ideas empresariales en esta región rica en vinos, carnes, quesos y setas. “Si no hay ayudas, ¿para qué me voy a comprar cuarenta cerdos?. No los podré mantener. Así es como los pueblos se acaban. Por otro lado, aquí hay industrias, pero es de hombres, por eso las mujeres se van”. Esta frase de Sofi encaja a la perfección con la visión de Rocío de Emma y con los estudios sobre la masculinización rural. El planteamiento tradicional asume que todos los sectores que generan mayor riqueza y son el núcleo económico de los pueblos pertenecen a los hombres, mientras que las mujeres desempeñan tareas importantes en la rutina diaria, pero sin grandes efectos en la economía local.

“Se está muriendo la gente de ochenta años ¿por qué no invertimos en los jóvenes?”

Desde el banco de madera en el que se sienta se ve el huerto, y a lo lejos el pueblo. Su hablar es directo, rápido y seguro. Enlaza una idea con otra a un ritmo vertiginoso, pero toda esa seguridad se convierte en rubor cuando ve aparecer una cámara. No es muy fan de las fotos, ella prefiere una vida más alejada de los focos, del ruido o del ritmo de la ciudad. En un rato cogerá el coche para bajar a ver a sus amigos, con quienes ha planeado la tarde de sábado. “No podría irme a vivir a Zamora o a Madrid. Lo tengo claro”, dice, mientras se pregunta por lo que vendrá en un futuro incierto. “Soy partidaria de decirle a la gente que dentro de cinco años no va a haber nadie, porque si no hacemos nada por supuesto que va ser así. Es que a lo mejor dentro de cinco años a lo mejor no estoy ni yo, aunque espero que no”.

¿Por qué se van las mujeres? Es una pregunta que lleva haciéndose bastante tiempo Margarita Rico, profesora de la Escuela Técnica Superior de Ingenierías Agrarias de Palencia (UVa) y experta en desarrollo y mujer rural. Ella también es una de esas mujeres que ha decidido vivir en un pueblo, en su caso, de la provincia de Palencia. “Es la única forma de vida que entiendo. Tranquilidad, salubridad, calidad del aire, silencio y sobre todo, convivencia”, cuenta al otro lado del teléfono. “La modernización de la sociedad ha hecho que se desprecie vivir en los pueblos. Se valora el consumismo, las apariencias, el salir bien en las redes sociales. Cuando voy a los institutos a hablar sobre desarrollo rural, muchos jóvenes me miran y me dicen que se quieren ir del pueblo porque aquí no hay centros comerciales. ¿Prefieren de verdad eso al bienestar de vivir en un pueblo? No se dan cuenta de lo que tienen. Solo de lo que carecen”. A lo que añade: “La Administración tiene mucha culpa de este abandono, no apoya el medio rural. No lo hacen porque no hay votantes. Nuestros pueblos no les importan”.

Por amor al vino

A una hora de coche de San Vitero en dirección sur nos espera Liliana. El pueblo se llama Villar del Buey, en él viven 579 habitantes y además de hacer frontera con Portugal, su término municipal está integrado en el Parque Natural Arribes del Duero. Este es un entorno natural hacia el que huyen urbanitas en busca de unos días de tranquilidad a orillas de un río Duero que, rodeado de viñedos y encinas, transcurre en un zigzag pausado entre España y Portugal. La quietud y mirada amable del foráneo contrasta con la severa percepción de sus propios habitantes: “Una de las cosas más duras es la presión del entorno. Parece que se ha hecho una selección natural a la inversa, y aquí solo se ha quedado el que no ha podido irse. Por eso, para muchas personas como mi suegro, volver es… una ida de olla”, cuenta esta asturiana de 39 años, mientras nos muestra sus viñedos de más de cien años de antigüedad. Sus hijas, Lola y Vera, corretean entre las cepas detrás del perro sin atisbo de aburrimiento o de extrañeza por ser dos de las tres únicas niñas del pueblo. “¿Acaso estábamos mejor viviendo en Madrid con horario partido y sueldo fijo?”, se pregunta.

Liliana, entre vides
Liliana, entre vides © Álvaro García Ruiz

Casada y con dos hijas, dio la vuelta al mundo por amor al vino. Liliana estudió Ingeniería de Montes en Ávila pero ahora trabaja en el sector vinícola junto a su marido en unos viñedos que pertenecían al abuelo de éste. Tras vivir en Madrid unos años, sentir los efectos de la crisis y comenzar a estudiar de nuevo, una oportunidad laboral les llevó a California y más tarde a Australia. “En Estados Unidos nos miraban con incredulidad al decir que aquí se están abandonando viñas de cien años. Allí una viña así no se utiliza para un vino de menos de cien dólares. Y ellos compiten con nosotros en Europa y venden todo el vino que producen. Nosotros (los españoles) metemos en cooperativas litros y litros de vino de gran calidad, que luego se va a Italia o Francia donde lo etiquetan como propio, nos lo devuelven y se quedan tan anchos”. ¿Por qué? “Porque son mejores vendedores”, cuenta.

Tras un tiempo, decidieron volver al pueblo y en 2015 empezaron su propio negocio de vino ecológico. Algo que, una vez más, fue tachado de locura por su entorno. “Mi familia asturiana está muy convencida del proyecto pero los que son de aquí y han vivido la pobreza de la tierra, la escasez y la necesidad, lo llevan peor. ¿A qué se debe esta depresión colectiva?” le preguntaba a su marido. “Es como una falta de orgullo. Es algo cultural. Aquí se ha pasado mucha hambre”.


“Estamos la mitad del tiempo contentos y la otra mitad acojonados”.

El perfil de Liliana cumple a la perfección con el prototipo descrito por la profesora Sampedro de mujer con un un nivel educativo-medio alto con los conocimientos necesarios para gestionar una pequeña empresa. Liliana tiene competencias para hacer cualquier cosa: mandar mails a los compradores, presentar el vino en hoteles de lujo o vendimiar. “Es verdad que no es fácil entrar en este medio rural sin tener un enganche familiar o empresarial”, dice. En su caso, el vino fue el nexo de enlace perfecto aunque es consciente de la dureza del lugar. “Los únicos proyectos que se han creado han sido cementerios nucleares porque la despoblación ha sido tan fuerte desde hace tantos años, y los suelos son graníticos…”. Aun así su optimismo contrasta con la realidad. “Yo creo que en otros países no les pasa pero aquí tenemos poco orgullo de lo que tenemos en los pueblos. Hay que hacer un cambio de mentalidad”, dice Liliana. Luego matiza: “Sí, es verdad, a nivel de país tenemos un montón de problemas pero también tenemos muchas cosas buenas”. A lo que añade: “Todo cambia más rápido de lo que cambia nuestra mentalidad. Hay Internet y tenemos el AVE (Tren de alta velocidad) y eso hay que aprovecharlo. Económicamente es mucho más exigente vivir en Madrid. Aquí con un salario vives perfectamente”. Sin embargo, junto al negocio vinícola también hacen laborales relacionadas con su formación como ingenieros. “Estamos la mitad del tiempo contentos y la otra mitad acojonados por haber venido y habernos gastado los ahorros. Pero es algo que nos ha gustado siempre y también por ver a las niñas crecer aquí”.

Liliana responde con el optimismo y amplitud de miras propios de una persona que ha podido conocer realidades y casos de éxito que pretende implantar en una tierra que se mira a sí misma con hastío. Esa visión no pinta todo de color de rosa ni oculta una fuerte dosis de un realismo que coincide con la opinión de Rocío de que no todo el mundo podría vivir en el campo: “También es verdad que en los pueblos se pasa mucha angustia y no todo el mundo vale para esto”. Una vez asumidas las propias características de la vida en el campo, ella cree en una ruralidad flexible, alejada de esa visión tan monolítica que a veces se percibe desde la ciudad: “La gente cree que al volver al pueblo venimos aquí a encerrarnos, pero no. Estamos muy en contacto con otros países. Vienen a visitarnos muchos enólogos portugueses, franceses, estonios, americanos y chinos que están interesados por el lugar, nuestra filosofía y la forma de trabajar. Y eso nos enriquece mucho”.

Que algunos hábitos o ritmos sean diferentes respecto a la ciudad, no está ni mucho menos reñido con la idea de una modernidad rural donde las fronteras, distancias y relaciones son mucho más líquidas: “Las diferencias cada vez menos marcadas entre juventud rural y urbana no son sino la expresión de las fronteras cada vez más borrosas entre el mundo rural y el mundo urbano. A la desaparición de esas fronteras contribuye el hecho de vivir en una sociedad “itinerante”, en la que la movilidad es ya una parte esencial de la realidad de los pueblos españoles. El medio rural asiste a un verdadero trasiego de gente que viene y va, para trabajar, para descansar, para divertirse, para estudiar, para veranear o invernar, durante la semana o el fin de semana, o en las vacaciones”, señala Sampedro en su trabajo académico Cómo ser moderna y de pueblo a la vez’.

La duda que subyace tras este optimismo de Liliana es, al igual que Sofi o Rocío, si su esfuerzo y dedicación serán acompañados de otras personas y proyectos con ganas de salir adelante en el entorno rural o, si por el contrario, serán unas pocas luces en la oscuridad: “Yo no sé si el mundo rural está en un punto de no retorno porque la UE ha metido fondos con los programas PRODER o LEADER. Los primeros años te pagaban el 100% de la inversión, ahora están pagándote el 20 o 30% ¿Tú, en Madrid, te pones a hacer algo y te dicen que te pagan el 20%? No. ¿Entonces, por qué nadie viene?”, se pregunta Liliana. Nada garantiza que estos lugares queden reducidos a un decorado salvaje y abandonado en manos de la naturaleza. A un paisaje que sólo se vislumbre tras la ventanilla del coche. Lo que sí que es seguro es que tanto Liliana, como Rocío y Sofi cumplen a la perfección el perfil de mujeres valientes con las capacidades de producir pequeños cambios en su entorno. Son ellas las que, junto a otras más, han iniciado sin apenas darse cuenta una revolución silenciosa que muestra que no todo está perdido en la España vacía.

*Los autores desean agradecer a Esmeralda, Sonia, Miriam y Nuria por su tiempo y por compartir su historia aunque ésta no salga en el reportaje.

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